jueves, 2 de septiembre de 2010

Old West

El pistolero levantó el pie derecho flexionando su larga pierna, apoyándolo con la planta sobre la columna de madera que sujetaba todo su cuerpo. Con la mirada aparentemente perdida en el horizonte, cruzó los brazos sobre el pecho y lanzó un indiferente escupitajo al suelo. Estaba a punto de amanecer, y esa oscuridad que precede a la salida del sol, y que parece aún más cerrada que la penumbra de la noche, se cernía sobre el pueblo desierto. Detrás de la entrada, las imponentes llanuras se podían vislumbrar a través de los riscos, pelados y polvorientos. Los edificios, viejos y desfondados, parecían a veces caras monstruosas con ojos de cristales quebrados. Los carteles polvorientos anunciaban el progreso, siempre cambiante y traicionero, y los matojos que crecían por doquier parecían contradecir orgullosos las pretensiones de los coloridos reclamos del Saloon. La civilización había llegado a aquel desierto, pero había pasado rápidamente de largo, ocupándose de cosas más fructíferas, al parecer. Al pistolero todo eso le importaba un comino. Él conocía todo eso ya, lo llevaba dentro de alguna manera. No era el lugar donde habían nacido sus abuelos, pero él sabía que a Dios eso no le importaba, y que por eso Él le había colocado aquella pistola en la cartuchera, mientras que a los indios les había dado tan sólo tomahawks. Su madre había sido buena y cariñosa con él. Su padre no. En su pueblo nadie había llevado nunca gafas, ni las necesitaban. Nunca habían tenido que observar algo detenidamente a menos de 10 metros de distancia, y para firmar con una equis no hace falta reflexionar mucho...

El pistolero sabía que su tiempo había llegado a su fin. Lo supo desde que vio aquella monstruosa serpiente de acero reptar por el desierto a toda velocidad, espantando a su caballo y a él mismo con su estridente y potentísimo chorro de vapor. Él siempre pensó que los hombres de negocios acabarían por llevar la delantera a los simples "hombres". Pensaba que Dios les había dado aquel infierno a los de su raza, que era distinta de la de aquellos con trajes de seda e ideas de gusano, pero qué demonios, tener un infierno es mejor que no tener nada... Sin embargo, estaba equivocado, si no en todo, al menos en lo fundamental de sus ideas. Los hombres de negocios nunca dejaron de pensar en poseer ese infierno, que a ellos podía reportar los mayores beneficios, y por eso habían enviado a los hombres de la raza del pistolero, como una especie de avanzadilla o de sonda, que preparara la invasión de la "buena sociedad". Primero un juez, luego un gobernador; primero un territorio, luego un estado. Ésa era la idea. Y había llegado el momento de que al pistolero le sucediera el granjero; de que al posadero le sucediera el hotelero, y de que al amo le sucediera otro amo. Quién sabe lo que pasaría con los indios... Desde luego, la cultura que traían los pimpollos era mucho más refinada que la de los nativos, pensaba irónicamente el pistolero; mientras que éstos exponían orgullosamente las cabelleras de los enemigos caídos, los primeros exponían cuadros vivientes de sus enemigos vencidos en las llamadas "reservas", para que cualquiera pudiera reírse ante los supervivientes del estado de sometimiento al que habían llegado aquellas razas indómitas. Todo eso al pistolero no le gustaba, pero no por un sentimiento de compasión hacia los indios, sino simplemente porque le hacía recordar días de su juventud que ya no podrían volver jamás. Porque los indios ya estaban derrotados frente al pueblo elegido de Dios, y él no podría tener la satisfacción de matar rebeldes, ni de conseguir pieles, ni de acostarse con las indias salvajes.

De sus pensamientos le sacó el ruido lejano de un caballo que se acercaba. El pistolero se buscó instintivamente la cartuchera con la mano izquierda (era zurdo), mientras que con la derecha hurgó en el bolsillo de su camisa, donde guardaba el pequeño crucifijo de oro que su madre le había dado cuando se marchó de casa. Toda su vida había vagado sin ningún objetivo más que el de sobrevivir para poder beber otro trago. Él sabía que a su abuelo le había pasado lo mismo. Al fin y al cabo, si a uno no le quieren en un lugar, lo mejor es que se vaya de allí lo antes posible. Si es en caballo, pues cabalgando, y si hay que cruzar un océano, se cruza y punto. Había llevado aquel crucifijo toda su vida, y desde que tuvo que hacerse hombre para salir a las praderas no se había separado de él. "El pueblo americano lleva un crucifijo en su corazón", le había dicho su madre. Quizá lo había oído decir a alguien que había escuchado a Lincoln, o que había oído hablar de él. El pistolero conservaba aquella crucecita de oro por cariño y devoción, aunque a veces traicionaba vulgarmente la santidad de su reliquia pensando que la tenía porque "le daba suerte". También en eso se parecía el pistolero al pueblo americano. De alguna manera, su amuleto le daba una sensación de seguridad, como si justificara sus actos el hecho de reservar un lugar cerca de su corazón para aquel símbolo de la verdadera fe. O al menos eso era lo que a él le hubiera gustado pensar. Él solía razonar que los indios sin ley ni Dios podían hacer lo que se les antojara, porque no tenían que rendir cuentas al Todopoderoso de sus actos. No se acordaba de los niños asesinados, ni de las mujeres violadas o las tribus desterradas, actos por los que nadie había pagado nunca en aquella tierra de Dios.

El caballo se acercaba por el final de la calle, fue disminuyendo su velocidad progresivamente y finalmente se paró, en medio de una nube de polvo. El jinete, un chico de unos 19 años, desmontó ágil de su cabalgadura, y se quedó de pie mirando fijamente al pistolero. Sus rasgos eran marcadamente indígenas, pero tenía el pelo sorprendentemente claro. Probablemente fuera un mestizo, de esos que también tienen cabida en la tierra de la libertad, pensó el pistolero. Lentamente, se separó de la columna de madera y comenzó a andar hacia el centro de la calle. El mestizo hizo lo mismo, sin dejar de mirarle a los ojos. ambos llevaban las manos cerca de las cartucheras.

- Pensé que no vendrías, chico. 

El mestizo no respondió, y ambos se quedaron mirándose fijamente, mientras el caballo, a unos 10 metros, relinchaba. El sol había salido, y las sombras de los dos hombres se proyectaban hacia el oeste, gigantescas. El pistolero tenía el sol de cara, pero no le molestaba.Estaba acostumbrado a verlo brillar para él en mitad del desierto. Era el mismo sol que alumbraba a los americanos y a los indios. Oía sonar en su cabeza una canción que su madre le cantaba cuando era pequeño. El viento silbaba por las ventanas. El pistolero llevó la mano a la culata de la pistola...

Se oyeron dos disparos. El mestizo fue más rápido, y el pistolero erró el tiro por el impacto, dando al suelo a tres metros de su objetivo. Cayendo de rodillas con un gemido de impotencia y rabia, dejó caer la pistola humeante al suelo. El mestizo guardó su arma en la cartuchera y, montando de nuevo, se alejó al paso con su caballo.

Una lágrima de ira cayó de los ojos del pistolero. Llevándose la mano al pecho se palpó la herida, al lado del crucifijo de oro de su madre. Era el pulmón, no tardaría mucho... La mirada se le iba nublando, y sintió una náusea seguida de un esputo de sangre, que expulsó tosiendo con un dolor punzante. Se derrumbó hacia atrás, quedando las piernas flexionadas. Ahora nada tenía sentido; cabía preguntarse si lo había tenido antes. "¿Por qué?" se preguntaba el pistolero, pero era demasiado tarde. Su caballo relinchó a lo lejos y él, como contestándole, expiró con un suspiro y los ojos abiertos de par en par.

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