lunes, 2 de agosto de 2010

El hombre

 I.Veni

Cuando recobró el conocimiento, se encontró tendido boca arriba en la oscuridad más absoluta. Debía de haber estado aletargado durante mucho tiempo, pero a pesar de ello sus ojos no parecían haberse acostumbrado a la falta de luz, y por más que se esforzara no podía llegar a atisbar los límites de la habitación donde se encontraba. Estiró sus extremidades en todas direcciones, más para cerciorarse de las dimensiones de su celda que para desentumecerse, y se tranquilizó al comprobar que, al menos, no estaba encajonado del todo. Entornando los ojos, miró a su alrededor intentando captar alguna señal de luz que le permitiera distinguir puertas o ventanas, pero todo estaba sumido en la negrura.

“¿Cómo he llegado hasta este lugar?”, se preguntó incorporándose asustado, “¿Quién me ha encerrado aquí y por qué?”. Sentado en cuclillas con las palmas de las manos apoyadas sobre el suelo, pudo sentir que se trataba de una superficie lisa y fría, como de mármol pulido. Esto le reconfortó, sin que él mismo supiera por qué. De alguna manera, parecía como si todos los recuerdos que había tenido en su vida relacionados con ese tacto agradable le condujeran inconscientemente a algo positivo, aunque él no pudiera acordarse con precisión de ninguna situación en particular. No obstante, esas sensaciones no eran del todo satisfactorias, pues no daban explicación alguna de su situación ni de lo que iba a sucederle. “A fin de cuentas”, reflexionó mientras deslizaba la mano por el suelo, “no es costumbre fabricar mazmorras de mármol pulido”.

Se levantó lentamente, temeroso de comprobar la altura real a la que se encontraba el techo de su habitación, pues todo lo andado hasta ese momento podía desvanecerse en caso de que éste no fuera lo suficientemente alto como para poder ponerse de pie. Con un inexplicable sentimiento de gratitud, comprobó que no sólo podía erguirse completamente sin dificultades, sino que también era capaz de estirar completamente sus brazos hacia arriba sin encontrar oposición. Satisfecho, miró desafiante a su alrededor, como intentando sorprender a las paredes que sin duda alguna le rodeaban antes de que éstas le descubrieran a él. Sin embargo, por más que observara, la habitación sólo le transmitía una sensación de infinitud muy desagradable y opresiva. Al no encontrar ningún rincón que le sirviera de refugio, el instinto le hizo permanecer inmóvil donde se encontraba, con esa sensación de vértigo que produce no conocer los límites de una estancia oscura. Poco a poco fue bajando hasta volver a la situación anterior, colocándose en cuclillas, esta vez con los brazos rodeando sus piernas para intentar protegerse de ese espacio tan horriblemente inmenso e inabarcable. Todo lo que sentía era un indignante contraste entre cercanía y lejanía, fruto del desconocimiento y la inseguridad. Aquella cárcel no era una cárcel normal, ni siquiera de mármol. Aquella cárcel era de aire.

 Tras unos minutos que a él le parecieron horas, comenzó a reflexionar sobre las causas y las consecuencias de su reclusión, así como sobre las posibles dimensiones de la habitación donde se hallaba. No conocer dónde se encontraba le agobiaba a cada instante, pero la imposibilidad de apoyarse en una pared le resultaba aún más insoportable. El riesgo de que alguien hubiera colocado algún tipo de trampa a su alrededor aprovechando la oscuridad que le envolvía le impedía moverse, y poco a poco fue sintiéndose más y más nervioso, con esa sensación de vacío en el estómago que experimentamos cuando no sabemos a qué nos enfrentamos. La exploración de su entorno inmediato le había proporcionado seguridad en sus actos mientras la había llevado a cabo, pero la inactividad a la que se había visto obligado inmediatamente después le había hecho sentir de nuevo y con más claridad su propia impotencia, lo absoluto de su ignorancia.

Observando con inquietud lo impenetrable, se dio cuenta de que ni siquiera podía distinguir sus propias manos en la oscuridad. Parecía como si todo a su alrededor quisiera asfixiarle lentamente, invadiendo su cuerpo, cerrando muros en torno a él como una niebla de acero implacable. En ese momento, una terrible expresión de terror desfiguró su cara y sus miembros y todo su cuerpo comenzaron a agitarse de manera incontrolable. Gimiendo y suspirando, se tapó la cara con las manos temblorosas. Había tomado conciencia de su propia soledad. 


II. Vidi

Al volver en sí, se encontró de nuevo tumbado en el frío mármol, completamente quieto. No soplaba viento, y la atmósfera era fría y seca, como la de una cripta. Sentándose de nuevo, esta vez con las piernas cruzadas, abrió los ojos y miró hacia arriba. ¡Cuál sería su sorpresa cuando vio un pequeño punto luminoso justo encima de su cabeza! Levantándose de un salto, se frotó los ojos para asegurarse de que había visto bien. “¿Cómo es posible que no me haya percatado antes? Estoy seguro de que hace un momento no había ninguna luz allí arriba”. Envalentonado por su descubrimiento, comenzó a tantear a su alrededor con pies y manos para cerciorarse de que no había desniveles ni agujeros, y así avanzó unos metros. De repente observó otros tantos puntitos luminosos alrededor del primero, que hacían la oscuridad reinante algo más soportable. Mirando continuamente en dirección a las lucecitas, avanzó un par de metros más y comprobó que, a medida que caminaba, iban apareciendo más puntos de luz en una bóveda aparentemente muy lejana.

Caminando con cuidado y tanteando continuamente, comenzó a darse cuenta de que no había palacio alguno cuyo salón de fiestas fuera comparable en extensión a aquella sala, y concluyó que debía estar al aire libre o dentro de un recinto inmenso, a la merced de algún retorcido bromista que había querido gastarle una broma muy pesada. Los puntos de luz, cuyo número era ya considerable, comenzaban a aportar algo de claridad al lugar, aunque éste era todavía inabarcable por los sentidos. “No puedo entender dónde me he metido, ni qué crimen he debido cometer para llegar a esta situación, y como siga andando sin rumbo acabaré perdiéndome, pero; ¿Qué puede importar eso, si ni siquiera sé dónde están los límites de este lugar?”

Miró nuevamente a su alrededor, y observó sorprendido que los puntos que guiaban su camino en la oscuridad formaban un patrón claro, como una amplia curva luminosa que iba encendiéndose sin cesar. Uno tras otro aparecían nuevos destellos repentinos, y en un momento dado, para su asombro, observó que la curva descrita era cerrada. “Podría ser una elipse, o incluso una circunferencia, por la forma que parece tener. Quizás se trate del límite de esta gigantesca habitación”.
¿Lo sería realmente? Un rápido vistazo le hizo detenerse en una silueta, parcialmente iluminada, situada en lo que parecía ser el centro de la sala. “¡Al fin, un punto desde el que puedo orientarme!”, pensó. Sin tenerlas todas consigo, avanzó pesadamente en la penumbra, acercándose lentamente hacia el objeto, que cada vez se hacía más y más grande. No cesaba de tantear el suelo sobre el que pisaba, para estar seguro de que no hubiera algún desnivel o - ¿quién sabe? – Quizás un pozo sin fondo.

El objeto que acaparaba su atención era, como él vio claramente, una gigantesca columna de aspecto amenazador y asombroso diámetro. Hacia la mitad de su altura se podían observar dos pronunciados resaltes, uno más ancho que el otro, así como un tercero en lo que parecía ser su parte superior. Aquel portentoso monumento le recordó a un tótem gigantesco, pero era imposible que una fuerza humana pudiera haber levantado sobre la tierra una figura así, construida al parecer de una sola pieza. Aquello debía de haber yacido sobre esa llanura desde el principio de la creación, sin ninguna duda. El color de aquel titán parecía gris, y sorprendentemente, descubrió que su tacto era parecido al del metal. La solemnidad de semejante coloso era indescriptible, y él tuvo la certeza de que, definitivamente, no se encontraba en ninguna mazmorra. El silencio sepulcral que le rodeaba seguía siendo total, o al menos ésa era la sensación que tenía, arrebatado en su contemplación del titán que tenía enfrente.

De repente, un zumbido monótono apartó sus pensamientos de la columna. “¿Acaso se está abriendo una puerta? Por la magnitud del ruido, deberían ser inmensas.” Tras acostumbrarse al nuevo sonido, cuyo ritmo juzgaba al principio informe, distinguió claramente una pauta regular y espaciada, que le pareció similar al de los golpes dados por el capataz en una galera. El eco era furioso, como el de un gigantesco látigo restallando, y la uniformidad de los golpes era tan grande que sobrecogía. “No puede haber nadie capaz de parar algo así, ese sonido es indudablemente el del destino”. Comenzó a pensar en la posibilidad de que estuviera muerto, pero desechó rápidamente semejantes pensamientos. Aquello no era un sueño, no podía serlo.



III. Vici 

Absorto como estaba en el sonido que no parecía tener fin – ¿acaso  habría tenido un comienzo? – no se dio cuenta de que una enorme silueta, surcando el aire, se iba acercando a él, muy por encima del lugar donde se hallaba. Aterrado, miró hacia arriba en el último momento, cuando la gigantesca sombra ya se encontraba sobre él. Se cubrió la cabeza con las manos, arrojándose al suelo, y en esa posición permaneció hasta percatarse de que nada había pasado. Alzando de nuevo la vista, vio que la sombra, un aspa gigantesca que apuntaba a las lucecitas, se alejaba de él a grandes sacudidas, acompañado por los retumbantes golpes. Sencillamente, no podía creerlo, pero el que pudiera o no le era completamente indiferente a la poderosa silueta, la cual finalmente rodeó la columna y volvió a su posición inicial, sin detenerse. Mirando de nuevo al gigantesco tótem, observó que el aspa estaba conectada a la parte superior, donde se encontraba el ensanchamiento que había observado antes.

Sudoroso y temiendo lo peor, rodeó corriendo la columna. Jadeando, los tremendos golpes ¡bum… bum… bum! Le parecían irse deteniendo progresivamente, pero eso tan sólo era una sensación provocada por su estado de ansiedad. Cada zancada que daba le dolía como una puñalada en el corazón, y no podía dejar de correr al ritmo de los golpes ¡bum… bum… bum!. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza, cruzándose desordenados. No podía suceder lo que él temía, porque era absurdo, y porque sencillamente no podía ser, o al menos eso pensaba él, pero, ¿pensaba…? – ¿O tan sólo corría? Las respuestas le llegaban a la mente, y él tan sólo añoraba el momento en que únicamente había habido preguntas. Se detuvo, el rostro desencajado, y se cayó de rodillas con las manos cubriendo su rostro. Gritaba y lloraba, y sus lágrimas se mezclaban con el sudor.

En ese momento amaneció. Y al siguiente instante, se hizo mediodía

Deslumbrado por la cegadora luz que le envolvía, no pudo soportarla y tras intentar mirar arriba, volvió a cubrirse la cara con las manos. Un gigantesco rostro, mayor que todo lo que él podía haber imaginado, le miraba con benevolencia – o eso le pareció a él – cuando por fin pudo alzar la vista. Era la personificación de todo lo que él creía que era bueno, eterno y hermoso. Bajando la cabeza, observó dos aspas por debajo de la que había visto antes. La primera era un poco más corta que la que se movía, y la tercera, aparentemente inmóvil, era la más pequeña de las tres. Todas tenían su origen en los resaltes de la poderosa columna central, gris metalizado. Cada resalte era el principio - ¿o el final? – de cada aspa. El ritmo, invariable, le resultaba familiar. El lugar donde se encontraba se trataba, sin ninguna duda, de una enorme estancia circular con el suelo de marfil sobre el que, al pie de las paredes, aparecían trazados en orden los números del 1 al 12. Entre el gigantesco rostro y él había una cubierta acristalada, plana, de bastante grosor, que abarcaba toda la superficie.

Los golpes continuaban, rítmicos, sin cesar, a medida que la enorme aguja - la más larga de todas - continuaba su carrera circular. A cada golpe, ésta daba un paso.

“¿Estoy en el cielo, Dios mío? ¡Por favor, respóndeme!”, gritó, con una voz más potente que los golpes rítmicos. ¡tic..., tac..., tic..., tac...! A los cuatro segundos, uno por cada golpe, se oyó con una voz maravillosa, ensordecedora, pero más armónica de lo que él podría haber imaginado jamás - o al menos eso le pareció a él:

- ¡Pero qué tarde es, las tres y veinte! Y mi mujer esperándome en casa…

El bello transeúnte se guardó el reloj de cuerda en el bolsillo, y con raudo paso se encaminó, el maletín bajo el brazo, hacia su casa.

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