Es extraño cómo funciona la memoria; al final, la mayor parte de las vivencias que uno cree recordar son tan sólo construcciones, en gran medida constituidas por elementos ficticios, que forman escenas inmóviles o, en ocasiones, secuencias a cámara lenta. Entre mis recuerdos más queridos de los años de aprendizaje en el instituto sobresale una imagen de sus majestuosos pasillos, avanzando lentamente entre el juego de luces y sombras formado por los numerosos ventanales. Todavía soy capaz de sentir aquella atmósfera unas veces deslumbrante, otras veces tenuamente velada, como con el tiempo suspendido entre las inmóviles motas de polvo atrapadas por el aire. El silencio y la calma presiden, invisibles, todas esas imágenes. Tan sólo el ruido rítmico de mis pisadas caminando pausadamente se atreve a desafiarles. Las paredes, embaldosadas de amarillo y luz, parecen contener la respiración... Grandes cuadros, mapas coloniales, napoleónicos y romanos, tubos de ensayo, probetas y artilugios encerrados en sus vitrinas; todos son presa de la eternidad suspensa, centros de gravedad de las innumerables motas de polvo, convertidas para ellos en minúsculos satélites. Una puerta se abre tímidamente, a lo lejos, para acto seguido cerrarse con un suave quejido, como un reproche.
¿Cómo olvidar aquellos susurros del pasillo de dirección, aquella mezcla de papel, mármol, café, fotocopias y maderas nobles? Un breve instante de calma y lejanas conversaciones, perdidos sus ecos hacia las cumbres del elevado techo, enmarcan la solemnidad del templo. Un teléfono suena a lo lejos. Bajo despacio por la escalera principal, que es digna de reyes, y en su día lo fue de tiranos, como atestiguan las elocuentes paredes en escala de grises. Un escudo de otros tiempos me observa luminoso, con un destello solar fugaz e iracundo. Las gruesas paredes se yerguen, implacables, a medida que desciendo. Dejo atrás las motas de polvo, abro una puerta enmarcada por un noble portón, y salgo a la luz del día. Es un verano radiante, y todo ha quedado atrás. Suena el murmullo de la vida en cada rincón, pero mi corazón guarda todavía aquel silencio sagrado.
Todas las vivencias de mi época de estudiante se encuentran diluidas en la figura de aquel solemne coloso. Los rostros amigos se agolpan en la memoria, acompañándome por cada uno de los rincones del gigante de piedra, sonrientes y afables como los recuerdos que se alejan... Recuerdo el verde de las mesas y el amarillo parcheado de las paredes, el gris de los techos y los marcos de las puertas, y aquel blanco de la virgen de escayola inmaculada, testigo de otros tiempos, aunque benevolente y comprensivo en su gesto. La vetusta escalera de la biblioteca, con sus quisquillosos rugidos, pasa fugazmente ante mis ojos, arrebatada por la campana del recreo. Todavía me sobresalta al recordarlo el grito desgarrado del timbre, autoritario al principio de las clases y revolucionario a su final. Algo indefinido sigue vibrando en aquella campana locuaz y saltarina... Repentinamente me viene a la mente, en terrible contraste, el recuerdo moribundo y lóbrego del viejo mecanismo del reloj principal, asombrado de, por fin, volver a mirar un rostro joven. Aquel vetusto reloj por siempre detenido es el timón del barco de piedra, la esencia y la mirada del gigante de tez arenisca y cabellos rojizos de teja. Lo que nadie sabe es lo que esconden sus pupilas de aguja, tesoro guardado en el fondo de su alma candada, su mecanismo seco y suspendido, el espíritu bajo las telas de araña del tejado. En la azotea de las trampas de paloma me sentí el marinero más orgulloso de esa nave indestructible, con la antigua capilla a mis pies como un ilustre castillo de proa, y el altivo mástil de hierro de la torrecita puntiaguda, sembrada de azul y gris, a mis espaldas.
¿Cómo olvidar aquellos susurros del pasillo de dirección, aquella mezcla de papel, mármol, café, fotocopias y maderas nobles? Un breve instante de calma y lejanas conversaciones, perdidos sus ecos hacia las cumbres del elevado techo, enmarcan la solemnidad del templo. Un teléfono suena a lo lejos. Bajo despacio por la escalera principal, que es digna de reyes, y en su día lo fue de tiranos, como atestiguan las elocuentes paredes en escala de grises. Un escudo de otros tiempos me observa luminoso, con un destello solar fugaz e iracundo. Las gruesas paredes se yerguen, implacables, a medida que desciendo. Dejo atrás las motas de polvo, abro una puerta enmarcada por un noble portón, y salgo a la luz del día. Es un verano radiante, y todo ha quedado atrás. Suena el murmullo de la vida en cada rincón, pero mi corazón guarda todavía aquel silencio sagrado.
Todas las vivencias de mi época de estudiante se encuentran diluidas en la figura de aquel solemne coloso. Los rostros amigos se agolpan en la memoria, acompañándome por cada uno de los rincones del gigante de piedra, sonrientes y afables como los recuerdos que se alejan... Recuerdo el verde de las mesas y el amarillo parcheado de las paredes, el gris de los techos y los marcos de las puertas, y aquel blanco de la virgen de escayola inmaculada, testigo de otros tiempos, aunque benevolente y comprensivo en su gesto. La vetusta escalera de la biblioteca, con sus quisquillosos rugidos, pasa fugazmente ante mis ojos, arrebatada por la campana del recreo. Todavía me sobresalta al recordarlo el grito desgarrado del timbre, autoritario al principio de las clases y revolucionario a su final. Algo indefinido sigue vibrando en aquella campana locuaz y saltarina... Repentinamente me viene a la mente, en terrible contraste, el recuerdo moribundo y lóbrego del viejo mecanismo del reloj principal, asombrado de, por fin, volver a mirar un rostro joven. Aquel vetusto reloj por siempre detenido es el timón del barco de piedra, la esencia y la mirada del gigante de tez arenisca y cabellos rojizos de teja. Lo que nadie sabe es lo que esconden sus pupilas de aguja, tesoro guardado en el fondo de su alma candada, su mecanismo seco y suspendido, el espíritu bajo las telas de araña del tejado. En la azotea de las trampas de paloma me sentí el marinero más orgulloso de esa nave indestructible, con la antigua capilla a mis pies como un ilustre castillo de proa, y el altivo mástil de hierro de la torrecita puntiaguda, sembrada de azul y gris, a mis espaldas.
Ayer volví a ver el Instituto. Se oían las voces a lo lejos y, en mi interior, yo contemplaba la calma de su espíritu y escuchaba aquel eterno silencio sagrado...
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