lunes, 2 de agosto de 2010

Inauguración solemne

El vértigo de la hoja en blanco es tanto más intenso cuanto mayor es la inseguridad respecto a nuestras capacidades. Y el primer escrito a publicar es indiscutiblemente una hoja en blanco de las peores características. Me perdonaréis que, en esta caída por la madriguera del conejo blanco - así es como me siento al iniciar esta prometedora aventura - intente aferrarme a algún saliente en la pared, o a alguna raíz que sobresalga. Este pequeño texto fue escrito hará un par de años, y puede servirme como punto de apoyo, si no para mover el mundo, sí al menos para dar los primeros pasos por el blog sin caerme.

La idea que subyace es la de escribir "a la manera de...", práctica que según parece, Marcel Proust llevaba a cabo como ejercicio literario, intentando imitar algo del estilo de otros escritores que a él le parecían interesantes. En este caso, soy yo quien intenta trasladar algo de su prosa, con mayor o menor fortuna.

 Divertimento Proustiano

A menudo recuerdo las tardes otoñales en las que salía a dar un paseo solitario por el parque de la Taconera. Durante toda la semana esperaba con inquietud que llegara el anhelado viernes, el cual, como antesala de un fin de semana apacible y sosegado, me brindaba la posibilidad de dedicar largas horas de la tarde a la contemplación, la meditación, y a ese placer tan grato que nos proporciona tomar decisiones tan sencillas e inocentes como “girar a la derecha por una bocacalle”, o por el contrario “seguir recto a la sombra de los árboles”, en contraposición a la gravedad y la trascendencia de las decisiones que muchas veces nos vemos obligados a tomar en nuestra vida cotidiana. Solía llevar a esos paseos algún libro conmigo, en parte por si la meditación se tornaba apatía, pero ante todo por emular a los caballeros ingleses de la época victoriana, en cuya opinión había tan sólo dos cosas que un verdadero gentleman podía llevar consigo por la calle: un libro, o un melón (típica muestra del humor británico). Uno de mis acompañantes más asiduos era aquel “Tractatus Logico-Philosophicus”, del filósofo Ludwig Wittgenstein, en cuya comprensión residían en aquel momento mis esperanzas de hallar una explicación consistente de los problemas de la humanidad. Sin embargo, pocas veces lo leía al aire libre; más bien esperaba a llegar a la invariable meta de mi paseo, la tetería, para pasar algunas horas ojeándolo mientras tomaba un té restablecedor.

Al adentrarme en el parque era como si un mundo nuevo se abriera ante mí; como si de alguna manera hubiese accedido a una puerta en el tiempo que me llevara a otro mundo. Era un sentimiento de egoísmo inocente muy placentero el que yo me imaginara, como único caminante, que el parque entero me pertenecía, y cuando me topaba con otro transeúnte no podía dejar de pensar que era él quien estaba invitado a mi fiesta en el jardín, que yo había traído el Sol y los pinos y les había ordenado que tomasen forma para el disfrute de cuantos por allí paseaban. Así es, en cierto modo, la adolescencia. El silencio y la paz del vetusto parque hacían fijarse mi atención en detalles a los que normalmente no otorgamos importancia, como la disposición de las ramas en los árboles, el tipo de semillas de cada uno de ellos, las distintas tonalidades de sus hojas o la rugosidad de sus troncos. También me era perceptible el canto de los pájaros y el lejano murmullo de una fuente juguetona, la cual, escondida entre setos y arbustos, dominaba el centro de un pequeño estanque circundado por salvias espigadas de un rojo vivo y enérgico, atrayéndome hacia sí con sus trinos y su transparente salpicar. Allí se encontraba el corazón del parque, el altar sagrado de aquel templo vegetal, baluarte inexpugnable que, orgulloso, se alzaba frente al devenir del tiempo sin importarle los evidentes signos del desgaste que, fruto del descuido y la desidia, se hacían notar por todo el jardín.

El paseo que conducía a aquella fuentecita se hallaba franqueado por pares de columnas desnudas y enlazadas, las cuales, indiferentes ante lo que pasara fuera del recinto que delimitaban, protegían al caminante del resto del mundo. Las ramas bajas de los pinos que las rodeaban las acariciaban suavemente, llegando a veces cerca del suelo. ¡Qué deleite el ser por un momento el sumo sacerdote de aquel santuario! Podía sentir el movimiento de cada rama, de cada brizna de hierba; era capaz de respirar al mismo tiempo que lo hacían aquellos colosos que, sin dejar de apoyar su planta en la tierra, aspiraban a tocar el cielo con sus copas, orgullosos, contemplándome desde las alturas. Y yo me sentía dichoso de poder  observar aquel espectáculo multicolor y silencioso que estaba mostrándose ante mí, sintiendo la calma de las hojas rítmicamente mecidas por la brisa otoñal.

Entre tanto me volví para descender por las escaleritas que llevaban de nuevo a la calle principal del jardín, y me fijé en las farolas que, esperando a alumbrarse en su turno de guardia, dormitaban frías y silenciosas, como extrañas en un mundo que no les pertenecía y que en vano ellas se esforzaban en dominar, superadas siempre por la incuestionable majestad de los nobles troncos y de las interminables ramas que se desplegaban a su alrededor. “Podemos rodear vuestra luz hasta hacerla desaparecer, tened cuidado”, parecían decirles, amenazadoras. Pero las farolas no se inmutaban, sino que se limitaban a hacer su trabajo sin rechistar, charlando de vez en cuando con un pájaro que ocasionalmente, se posara sobre su corona. Jugando a esconderme del sol por las sombras y los claros que se abrían alrededor mía, atravesaba lentamente los senderos entre los parterres inundados de flores multicolores, las cuales, por su disposición calculada y artificial, contrastaban con los matojos salvajes que se abrían paso desesperadamente en los lugares más insospechados. El otoño, ya avanzado, había arrastrado consigo multitud de hojas que, todavía algo verdes y húmedas por las últimas lluvias, se extendían por todo el jardín formando una alfombra vegetal que sepultaba a veces los caminitos transitables, por lo que me veía obligado a apartarlas a medida que iba avanzando. Feliz por la hazaña de civilizar la naturaleza desordenada, me entretenía en abrir caminos por entre los pequeños setos y los arbustos, dando vueltas, a veces en círculos, animado por los espontáneos cantos de los pájaros que, descansando en las ramas semidesnudas, observaban mi obra deleitados, o al menos eso me parecía.

¡Cuán distinta parecíame aquella naturaleza en las oscuras tardes de diciembre, cuando los tonos verdes se transformaban en gamas de gris y, antes de que pudiera uno percatarse, se sumía el parque en la oscuridad más absoluta! Recuerdo alguna visita esporádica al recogido café vienés, aquel faro para los paseantes que servía de refugio contra la inclemencia del tiempo y la oscura soledad que reinaba entonces en la Taconera. Desde mi asiento podía entrever, confundida con los innumerables reflejos de las farolas que se estrellaban contra los cristales de las ventanas, aquella fuente mágica, inigualable contraste entre la inmovilidad de las esencias que formaban su cáliz y el devenir que mostraba el borboteo incesante del agua que emanaba. No había vistas mejores del templo que aquellas y, en perspectiva, podía yo imaginarme aquella disposición de los árboles, los setos y los caminos como una verdadera catedral de la naturaleza en cuyo crucero se encontraba la fuentecita, rodeada por un banco de ladrillos que hacía las veces de girola para los peregrinos quienes, atraídos por la santidad del lugar, quisieran admirar las reliquias contenidas en las flores, las hojas y las ramas de aquellos gigantes rugosos que formaban las columnas del santuario. Muchas veces me preguntaba yo qué catedral podía haber más perfecta que aquella, que tenía por suelo la tierra, las ramas por arquivoltas, por capiteles las flores, y el cielo estrellado por cúpula. ¡Qué deleite aquel altar que no pedía sacrificios, sino que otorgaba toda la paz y la armonía que uno podía desear! ¡Qué tapices de hojas dentadas, lobadas, cordadas y lobuladas se fundían con el barro otoñal de las lluvias, volviéndose tierra sin que nuestros sentidos pudieran percibirlo! ¡Qué arces marcescentes de exóticos nombres, venerables semidioses, mantenían sus frutos en el aire mucho tiempo después de haberse secado las flores que les vieron nacer!

Bondadosos, los pinos observaban a los jóvenes exaltados que, no profanando el templo, sino honrándolo, corrían de un lado a otro gritándose y persiguiéndose sin cesar. Yo no podía por menos de admirar la vitalidad de la juventud que, indiferente ante la época del año, se siente renacer con cada instante vivido, haciendo rejuvenecer constantemente a quienes pueden todavía comprenderles, y propiciando el envejecimiento de aquellos que ya no comparten sus mismas emociones, habiéndolas sustituido por otras, tornándose incapaces de ver en la juventud los mismos principios que les guiaron en su infancia inocente y olvidada. No es el tiempo el que hace envejecer, sino el olvido y la incomprensión.

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